En un período relativamente corto de tiempo, el que va de
1938 a 1985, la población rural pasó al 70.1 al 28% del total. Durante ese
mismo período, pero con una base anterior que puede situarse en 1928, cientos
de miles de pequeños arrendatarios de las haciendas (llamados localmente
concertados, agregados, terrajeros, parámetros, medieros, etcétera), se
liberaron de las prestaciones obligatorias que le debían a los terratenientes
mediante su lucha o fueron expulsados de sus fundos. Una minoría de campesinos
arrendatarios logró la propiedad de sus parcelas, pero la mayoría fueron
lanzados a engrosar el ejército de empleados y desempleados urbanos y rurales
o adoptaron por irse a abrir selva como colonos.
La misma frontera agrícola, sin embargo, les es disputada por
comerciantes devenidos en latifundistas, lo cual, sumado a la ausencia de los
servicios del Estado, contribuye a que la población colonizadora constituya la
base social más importante del movimiento guerrillero colombiano. Tales
regiones se convirtieron en los ochenta en escenario propicio de acción de
agrupaciones paramilitares, frecuentemente financiadas por narcotraficantes y
apoyadas por latifundistas locales. Es allí, desde el Magdalena medio, el
Caquetá y el Putumayo hasta los llanos y las regiones del Urabá, donde se
concentran los conflictos más violentos que arrastra a sus poblaciones a
condiciones fáciles de muerte e infernales de existencia.
En el proceso histórico que describimos, las haciendas se
transformaron lentamente, unas arruinándose en el proceso, otras arrendando
sus tierras a una agresiva burguesía agraria que surgió en el proceso y las más
lograron transformarse en capitalistas. Entre tanto, la economía campesina
vivió un proceso muy desigual de diferenciación de clases en su interior: sólo
las regiones cafeteras, y algunas pocas zonas del altiplano sabanero (que
geográficamente rodea a Bogotá y se extiende, con interrupciones, hasta más
allá de Tunja) y otras contadas regiones del país ocupadas parcialmente
generaron amplias capas de campesinos ricos, medios y pobres; la mayor parte de
la economía campesina, que ocupa pobres tierras de vertiente, experimentó una
muy limitada diferenciación, cayendo más bien en la pauperización dentro de un
proceso de creciente atomización de la propiedad y sufriendo una expulsión
demográfica apreciable, especialmente de sus efectivos más jóvenes y capaces.
Centrando la atención sobre el papel jugado, tanto por la
economía campesina, como por la terrateniente en las distintas etapas de
desarrollo del país, se puede apreciar que la primera fue el eje de la
producción cafetera de exportación, llave del desarrollo capitalista del país
y de la multiplicación de sus fuerzas productivas, a la vez que base y
abastecedora fundamental del mercado interior hasta los años 50, mientras la
economía terrateniente, sobre la cual se basó la agricultura comercial, se
tomó en epicentro del desarrollo agrario de la segunda postguerra en adelante.
Antes de eso, la gran propiedad territorial permaneció
inmóvil por mucho tiempo e impedía la acumulación nacional al sujetar hombres y
tierras ad absurdum. Sólo cuando se rompieron las principales barreras sociales
y políticas que impedían su movilidad, la gran hacienda empezó a tornarse en
objeto de arriendo o sus herederos se transformaron en empresarios. Regiones
antes dedicadas a la ganadería extensiva, caracterizadas por ser muy fértiles,
fueron invadidas por los cultivos comerciales de la caña de azúcar, el algodón,
arroz y sorgo o también se intensificaron en la explotación del ganado de
leche.
La alternativa entre el desarrollo basado en la economía
campesina o la transformación lenta de la hacienda, se abrió con las luchas
campesinas de fines de los años 20 y se cerró con la derrota del movimiento
democrático en el país, durante los años 50. Las consecuencias sociales del
desarrollo capitalista por la vía terrateniente fueron graves: el régimen
político nacional y local continuó apoyado en las viejas clases dominantes y
también en los métodos arbitrarios de someter la población campesina, mientras
que en las ciudades se imponía un control entre clientelista y autoritario
sobre la vida civil en general. La barbarie que caracteriza las viejas formas
de sujeción campesina se reproducen a otro nivel, para apuntalar un sistema de
dominación un tanto más moderno. A nivel social y económico se producía una
inmensa superpoblación, causada por lo menos en parte por el monopolio
territorial dada la ecuación tierras sin hombres y hombres sin tierras, lo cual
contribuyó a que el capital pudiera pagar salarios muy bajos a todo lo largo y
ancho del territorio nacional.
En relación con la propia economía campesina, la vía
terrateniente significó una creciente competencia al comenzar a invadir
cultivos que le eran propios, frecuentemente con precios menores por las
abismales diferencias en la productividad, de tal manera que los campesinos
perdieran relativamente mercados para sus productos y la economía parcelaria
tendió a contraerse con el pasaje del tiempo.
Es lógico asumir que el proceso de acumulación bajo tal tipo
de condiciones restrictivas, debió ser lento y penoso por varias razones: en
primer término, por las barreras que impone el monopolio de la propiedad
territorial al capital del campo, después por el raquitismo del mercado
interior que surge de una economía campesina confinada dentro de muy estrechos
límites, a lo cual se agregan las condiciones de salarios bajos que comprimen
el consumo y, finalmente, porque la agricultura en esas condiciones no podía
generar excedentes capitalizables por la industrial ya fuera en la forma de
materias primas y bienes salariales baratos o bien por un creciente nivel de
exportaciones que garantizara la importación de maquinarias y otros bienes.
La acumulación de la industria colombiana fue, en efecto,
relativamente lenta hasta 1934, a lo cual contribuyó la traba a la libertad de
hombres y tierras que caracterizó el campo hasta bien entrado el siglo XX. De
esta manera, una parte sustancial de la población del país durante los años 20
y 30 no tenía libertad para asalariarse, por estar pagando
"obligaciones" a los hacendados o por estar permanentemente
endeudados con ellos. La hacienda conformaba todo un complejo edificio social
que dificultaba la formación de un proletariado y de un mercado de tierras,
puesto que la posesión de éstas era un medio para extraer rentas a la
población.
El mercado que emergía de este tipo de relaciones sociales
era peculiar: parte sustancial del consumo de los arrendatarios era
autoproducido, parte provenía de "raciones" producidas por la misma
hacienda, los medios de producción elementales eran abastecidas en su mayor
parte por el artesano de la aldea o eran también autoproducidos. Pero era sobre
todo la renta del suelo la que circulaba como mercancía y se monetizaba, ya
fuera en servicios sobre las tierras del hacendado, generalmente sembradas de
cultivos que algún comercio tenían o en especie de parcela del arrendatario. En
el caso de la economía campesina, las relaciones mercantiles eran más
intensas, pero aún así se reducían a adquirir sal, cebo, telas y alimentos no
producidos localmente, a cambio de los excedentes de su propia producción.
El avance de la industrialización conforma una situación de tensión
ya que el crecimiento de la demanda de materias primas y alimentos para una
creciente población urbana recae sobre organizaciones sociales que no
responden de inmediato a ellas, aunque es aparente que la economía campesina lo
hacía más rápido y en mayores volúmenes que la obtusa organización interna de
la hacienda. En todo caso y por un período de tiempo considerable, ambos tipos
de organización productiva fueron desbordadas por el ritmo que imponía la
acumulación fabril; en consecuencia, la industria tuvo que abastecerse del
extranjero de insumos agrícolas y muchas de las subsistencias de la población
también llegaron de fuera. Esto le valió el mote de "exóticas" a las
industrias entonces existentes, acusación que provino, sobre todo, de sectores
terratenientes.
El complejo edificio social basado en la hacienda se
resquebraja por el movimiento campesino de los años 20, que lucha contra las
relaciones serviles y por el pago de salarios, lo mismo que cuestiona el
derecho de propiedad sin delimitar de los terratenientes sobre los supuestos
baldíos de la Nación. Esas fisuras se amplían durante la etapa de las reformas,
por arriba que desarrollan los liberales y se profundizan aún más con "la
violencia", guerra civil entre 1947 y 1957, que desata la reacción contra
el movimiento democrático. El movimiento campesino de los años 20 y 30 y las
necesidades legales del régimen burgués para poder desarrollarse presionan por
una reforma de la tenencia sobre baldíos en 1936, que es aceptada por los
terratenientes sólo después de que se pacta la paz entre los dos partidos al
fin de la guerra civil de los cincuenta, guerra que derrota al movimiento
campesino. Esto ya significa que las barreras mayores a la movilidad de hombres
y tierras han sido superadas en gran medida y que el capital puede entrar a
organizar más y más regiones de gran propiedad que a su vez compiten contra la
frágil economía campesina, acelerando un proceso combinado de proletarización
y lumpenización de la población concentrada en ella.
A partir de este momento, la acumulación en el campo se
acelera. El mercado no es obstáculo mayor a la inversión, en cuanto ella misma
lo expande, mientras que la diferenciación de la economía campesina incrementa
el número de consumidores que depende cada vez más del mercado y la creciente
población urbana crea una demanda efectiva que es muchas veces superior a la
que produce el estadio anterior de producción parcelaria combinada con el
régimen de haciendas, no importa que una parte importante de la población
urbana se encuentre desempleada y produzca en cierta medida en las ciudades una
economía doméstica.
Si bien es cierto que este mercado es pequeño para sustentar
el desarrollo de una gran base industrial, si es suficiente para apoyar un
número apreciable de industria de consumo, de bienes intermedios y de bienes de
equipo sencillos. Dentro de este conjunto, la agricultura capitalista cuenta
con un amplio campo de expansión: hasta los años 60 puede sustituir
importaciones de materias primas agrícolas y alimentos, lo cual es reflejo de
su pasada incapacidad para abastecer adecuadamente a la industria y cuando ha
establecido un relativo equilibrio entre demanda interna y oferta, se lanza al
exterior en renglones como el algodón, el azúcar, las oleaginosas, bananos,
flores y carnes, actividad que multiplica el mercado interior vía empleo y
consumo intermedio para entrelazar un proceso de rápido desarrollo capitalista
en el campo.
Por todo un período, incluso, el desarrollo agrario es más
rápido que el industrial. En efecto, en momentos en que la industria colombiana
avanza penosamente, entre 1957 y 1968, porque sus avenidas externas de
abastecimiento de equipos y bienes intermedios importados se han estrechado
por la baja de precios del café, la agricultura comercial se desarrolla a tasas
del 12% anual, en forma independiente del receso general de la economía. Es
más, el avance de la agricultura comercial genera un creciente volumen y valor
de exportaciones que son las que culminan equilibrando la balanza de pagos a
partir de 1969, lo cual sienta las condiciones para el gran auge industrial que
se inaugura durante ese año y culmina con la recesión mundial de 1974-1975, que
también detiene por un momento el proceso de acumulación nacional. A partir de
este umbral, la dinámica de desarrollo agrario desfallece, se resiente la
productividad y se pierden mercados externos.
Es así como durante los ochenta la agricultura se contrae
durante el primer lustro, cuando toda la economía sufre de una nueva y profunda
recesión, para después obtener una recuperación apreciable entre 1985 y 1990,
marcada de nuevo por productos de exportación. Las estadísticas oficiales no
incluyen el cultivo de las materias primas de las drogas prohibidas, pero según
la Drug Enforcement Agency había en 1990 30.000 has. sembradas de hoja de coca
y unas 15.000 de marihuana, cultivo que relativamente se había venido a menos
desde finales de los setenta.
Lo que quedaba claro de lo anterior era que la capacidad de
respuesta del campo frente a las señales del mercado era rápida y contundente,
de que había empresarios de sobra en el país para organizar las más disímiles
aventuras y que lograban vencer todo tipo de trabas impuestas por poderosos
estados a la distribución de sus productos.
El período más reciente está marcado por modalidades de
violencia parecidas a las que vivió el
campo hace 40 años pero multiplicadas por la modernización de la tecnología
para asesinar: se hicieron comunes nuevamente las masacres de campesinos
sospechosos de simpatizar y apoyar a la guerrilla por agentes privados o
públicos de rostro oculto o la guerrilla tendió a utilizar el crimen para
financiarse y el terror para imponerse.
Todo este proceso de desarrollo intenso, violento y
contradictorio apenas pudo ser comprendido e interpretado por las corrientes
dualistas, cepalinas y la teoría radical del subdesarrollo, las cuales en
Colombia, al igual que en el resto de América Latina, enfatizaron más el
aparente estancamiento de la producción y los efectos desastrosos del
capitalismo, como el desempleo y los bajos salarios, la misma violencia que
acompaña el cambio, que el corazón mismo del problema: el avance de las
relaciones sociales de producción capitalistas, en razón inversa al
debilitamiento de las relaciones de servidumbre características de la hacienda
y la pérdida de importancia del trabajo familiar de la pequeña producción
parcelera y artesanal, aunque sí era cierto que este proceso era y es
profundamente desigual y contradictorio.
El dogma del estancamiento de las fuerzas productivas que
promulgó la teoría radical como resultado de la dominación imperialista, el
acento en variables demasiado generales como tenencia de la tierra y
concentración del ingreso en el caso de la teoría cepalina, condujeron a ambas
a subvalorar un proceso de rápido desarrollo del capital que tomó una vía que
no es nada extraña históricamente. Ya V. I Lenin y Barrington Moore la habían
señalado como alternativa para el campo ruso, o como la base social de las
dictaduras fascistas en Alemania y Japón, con todas sus consecuencias de
opresión política, resaltando quizás demasiado su carácter lento, derivado de
sus reformas por arriba. Tal proceso se repitió en todo el este europeo, España
y Portugal y gran parte del mundo dependiente y semicolonial, sin que por eso
el capitalismo dejara de desarrollarse en ellos.
Es pertinente quizás a partir de este tipo de desarrollo que
ya sufrimos, hacer un ejercicio de historia contrafactual y preguntarse qué
hubiera ocurrido de haberse dado la vía democrática de desarrollo capitalista.
Pues bien, en primer término hubieran existido condiciones para un desarrollo
más acelerado de las fuerzas productivas nacionales y del mercado interior; en
segundo lugar, la población excedente causada por la vía terrateniente hubiera
sido menor por la existencia de un nuevo y numeroso campesinado propietario,
produciendo un gran volumen de alimentos y materias primas baratas, que
pudieran ser capitalizables por una acumulación industrial más acelerada. La
industria hubiera tenido que recurrir a un grado menor de explotación de la
fuerza de trabajo, contando además con un mercado relativamente más amplío para
sus productos.
En el plano político, la vía campesina también sería
radicalmente distinta a la estructura de opresiva dominación que vive
cotidianamente el país. La erradicación de los terratenientes como clase
hubiera significado, obviamente, remover una de las bases principales de la
reacción social, el oscurantismo y el clericalismo y el desarrollo de
instituciones de dominación burguesa menos represivas que las existentes, con
mayores derechos políticos y de organización de las masas; se habría dado
además, un gran desarrollo del capital estatal, de la educación pública, salud,
servicios y obras públicas en general y, finalmente y no menos importante, el
Estado hubiera exhibido un grado mayor de autodeterminación frente a los
intereses norteamericanos.
La historia ha sido, sin embargo, distinta. La acumulación se
hizo rápida no por la extensión de un gran mercado campesino, sino por el alto
grado de explotación de los trabajadores. Las trabas a la realización que se
derivan del mercado interno, han sido subsanadas por medio de la exportación de
bienes agrícolas e industriales y sobre todo de energéticos (carbón y
petróleo). Los excedentes de población producidos en forma abrumadora,
especialmente después de la guerra civil, hacen que hoy en día más de una
tercera parte de la población en capacidad de trabajar está total o
parcialmente en paro forzoso. Esta sobreoferta de brazos unida a la
concultación de los derechos sindicales de los trabajadores causa una
distribución del producto que favorece a los empresarios y terratenientes,
arrojando para el país una de las distribuciones del ingreso más desiguales del
mundo capitalista. Es esta situación general la que nos ha llevado a
caracterizar en otro lugar al régimen de producción imperante en Colombia como
"capitalismo salvaje".
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